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Caleta, Las Heras, Comodoro…allá donde el viento castiga sin piedad

Por Carlos Daens, desde Baku Azerbaijan E-mail: cdaens@baku.oilfield.slb.com

¿Saben? Es grato leer tantas historias de vida, y hasta me animaría a decir que vienen del alma, más allá del concepto que tengan de ella. Sólo sé que como la mía, sólo se alberga en el corazón, que es donde están los verdaderos valores, donde todo lo demás es sólo experiencias, buenas o malas, que enseñan o sólo fueron.

Mi historia es tan parecida a todas, aunque ésta tiene viento, nieve, calor y sobre todo, petróleo. Ese del que todo el mundo habla y dice. He escuchado decir “soy petrolero” y sólo lo ven pasar. Bueno, eso tal vez sea una arrogancia de parte de los que pasamos varias décadas por él. Seguramente, los de los sesenta o cincuenta dirán: “esos son unos tilingos”.

No podría mencionar a nadie en particular, pero sí recordaré a mi padre, el Moto o el Gordo Daens. Hijo de emigrantes, como todos los gauchos, fue subcomisario de la lejana Catamarca, en un pueblito de Valle Viejo. Se mudó a la Patagonia, allá donde el viento castiga sin piedad, allá donde sólo los fuertes se quedan. Allá por los años sesenta llegó este viejo, “el Moto”, que ya que había perdido un dedo en la escuela de marina de Guerra.

Ahí estaba Piedra Clavada, solo, un paraje por Colonia Las Heras por ese entonces. Dicen que llegó una noche de invierno “al pozo”, vestido con su único “Perramus”. Los catamarqueños y chilenos que lo vieron llegar, comentaron con temor que un “nuevo ingeniero” había llegado. Claro está que el ingeniero probaría los sabores del lodo a base de bentonitas y taninos sin protestar.

El estruendo de los motores Superior muchas noches lo querían hacer abandonar aquella aventura, pero mamá ya estaba esperando su noveno hijo, engendrado en la incomprendida y casi estepa Patagonia y no podría tomarse aquella libertad. Aún tengo en mis oídos aquel “ya nació” . “¿Mami por qué no viene?”, pregunté. Me explicaron que debía quedarse por unos días allá, en un pequeño y modesto hospital. “Claro –arremetí- deben esperar a que abra mi hermanito los ojos”. Las risas fueron al unísono. Pensé: “¿Están todos locos?”

Nunca podría olvidar a mi padre, cuando para amainar la soledad del desierto, apareció una tarde con el Winco de 33 y 75 rpm con el disco de los niños riojanos y cuanto tango del momento. Cómo olvidar aún con cinco años las tres películas de Ratón en la reproductora 8 mm, comprada en Casa América de Buenos aires. Claro está que sólo las pudimos ver durante los domingos del 61 y 62 . Creo que si la enciendo, aún debe funcionar.

El viejo continuó en el petróleo, no sin antes ser el sindicalista del SUPE, con muchos amigos y enemigos. “El gordo del revolver”, decían. Pero si había gente que le temía, siempre supe que sólo era para quitarse a los bravos del camino. Nunca supe si disparó a alguien o algo, pero de algo estaba seguro: plantó una semilla que germinó en mí y en otro hermano, el amor por el oro negro.

La UCR fue su segundo amor. Sé que fue un verticalista, pero lo más grande que lo escuché decir fue: “No eran tan jodidos algunos peronistas”. No es menester entrar en polémica, sólo recuerdo la convicción con que hacía lo que creía correcto. Lástima que un mediodía se fue para que digan “¡Qué grande el gordo!”

Los años pasaron. Caleta Olivia, Pico Truncado, Comodoro, Las Heras… Casi duele recordar que la realidad y el tiempo se lleva a los viejos. Ya cincuentenario, todavía no entiendo por qué. Es una materia pendiente para crecer, debe ser.

El tiempo me llevó a andar por el mundo y a entender que es el mismo, el de los Perales, el de Palmar Largo, el de Rincón, África, Asia o Siberia. La gente de este negocio es igual, casi que pensamos lo mismo. Aprendí que, a pesar de la barreras de lenguas y culturas, los del petróleo somos todos parecidos.

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