Por Jorge Scala E-mail: jscala@mecon.gov.ar
Después de haber leído interesantes notas y de haber participado como comentarista, me propuse relatar estas experiencias. Pero mi caso era al revés, yo iba al pueblo, no era de ahí.
Nacido y criado en Capital Federal en el barrio de Boedo, digamos del riñón de la Ciudad en cuanto a barrio se refiera, estas vivencias arrancan allá a mediados de la década del 60. Partíamos desde Boedo en colectivo o subte hasta la Estación Plaza Constitución, generalmente los domingos. Teníamos que estar antes de las 9, ya que a dicha hora partía el tren gral./rápido, que paraba únicamente en Temperley, luego Cañuelas – que era nuestro destino- y se internaba en el interior de la Provincia de Buenos Aires. La duración del viaje era de exactamente una hora, incluso con la parada en Temperley, un récord si se lo compara con las 2 horas y media o más que lleva actualmente dicho recorrido en tren.
En dicha ciudad vivía la hermana de mi mamá, mi querida Tía Chola (Amelia Etcheberry de Noriega), en cuya casa pasé muy gratos momentos y de los otros que fueron los menos.
A los ojos de un chico de ocho años, todo era nuevo, distinto, fascinante y caminante. Sí, caminante, ya que había que caminar 15 cuadras hasta lo de mi tía (los pocos taxis se iban enseguida y eran muy caros).
Todo me sorprendía en su calle principal, Libertad. Con su blanco hormigón, las argollas empotradas en el cordón para atar las riendas de caballos, el ambiente mismo de un domingo en el centro del pueblo. Todo en chiquito, pero limpio, ordenado. Hasta brillaba la estanciera (IKA) azul y beige en la puerta de la comisaría.
Pasábamos por la esquina del almacén de Don Alfredo Maystu, al lado de una panadería con un olor a pan recién horneado indescriptible. Don Maystu era el proveedor habitual de mi tía, y le llevaba su pedido periódicamente en su rastrojero IME, cosa que yo en Capital no estaba acostumbrado a ver, porque todos los mandados, más si eran de alimentos, se hacían a pie.
Al llegar a la casa mi tía, ya nos estaba esperando. No era que le hubiésemos avisado, sino que pasaba lo siguiente: en la larga caminata, nos cruzábamos con gente conocida o no, pero muchas veces nos conocían a nosotros (como buenos forasteros), y en bici, moto o zulky pasaban por lo de mi tía y le decían: “LLegó su hermana de la Capital con su esposo e hijo”.
Después de recibir el cariñoso y cálido recibimiento, venía lo mejor, ¡qué joystick o Play de hoy en día! Justo frente a la casa de mi tía había una cancha de fútbol casi profesional, sin tribunas pero con arcos de madera de 7 metros. Toda con césped verde. Imagínense lo que significaba eso para un chico de Capital, acostumbrado a jugar arriba de los adoquines, vereda o el duro patio de cemento del cole. Me sentía Pelé, para estar acorde con la época (aunque era un tronco). Actualmente, está el tanque de agua de la ciudad.
Pero no todo terminaba ahí, empezaban las calles de tierra para andar con la bici de mis primos a libre albedrío, jugar con tierra y hacer barro (hierro no me faltaba), saltar la zanja, los amigos de mi primo Pepe, unos amiguitos propios (Diana y Fabián Pozos), su linda familia, el asado de mi tío Pocho, el asado mi primo Cacho, el tractor con el tanque regador, el panadero con su jardinera, el lechero con su zulky (primo de mi mamá) que era como un delivery de hoy en día, jugar a la lotería todos o ver jugar a la escoba de 15 a una tía de mi mamá llamada Juana, que jugaba sola dando las cartas a un jugador imaginario (a veces hasta le hacia trampa).
Todo muy lindo, pero a las 16.15 había que emprender el regreso porque el rápido a Plaza Constitución pasaba a las 17. Ya más grande me quedaba a dormir y hasta a pasar vacaciones escolares casi completas con mil experiencias más.
Hermosos recuerdos de la infancia y adolescencia. Hoy hay una autopista, podría llegar al lugar, pero no a esos momentos tan lindos, porque son irrepetibles y un recuerdo imborrable de toda esa buena gente con la que compartí esos años acompañado de mis padres.
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