En Palermo me acordé de Salta y del siglo que se iba

Enviado por: José Antonio Gutiérrez (Salta) E-mail: jagutierrez02@yahoo.com.ar

Este borrador lo escribí en la Capital Federal, una tarde de 3l de diciembre, cuando íbamos dejando el siglo XX para entrar al XXI. Por motivos familiares, nos trasladamos a la Ciudad de Buenos Aires, a festejar este cambio de siglo y nos instalamos en el barrio de Palermo Viejo. Llegó el 31 de diciembre y en un atardecer caliente comencé a caminar por esas callecitas de Buenos Aires, que tienen un no sé que.. (como dice el tango) y enfilé por Avenida Del Libertador hasta llegar a Sarmiento, frente al monumento a Los Españoles. Cansado de tanto andar, me senté en la pared que sostiene la verja del Zoológico y en esta improvisada platea me quedé pensando y tratando de hacer un resumen de lo que viví, de lo que pasó, y de lo que se iba con el siglo XX.

Mientras iba despidiendo el año, recordaba mi niñez en la escuela primaria, mi querida Escuela Urquiza de la ciudad de Salta, dibujando palotes en un cuaderno de cuadrícula inclinada, para continuar por la cuadrícula vertical, pasando luego por la doble raya, hasta llegar al vigente rayado. Con curvas y palotes fui armando mis primeras palabras, que no podían ser otras que Mamá y Papá, para continuar con ala, oso, mesa, tiza, casa, con letra de carta y con letra de imprenta, y con agudos alaridos en un coro de voces infantiles repetíamos las palabras escritas en el pizarrón y que la maestra nos indicaba con un puntero: ALA CON LETRA DE CARTA, ALA CON LETRA DE IMPRENTA, como deseando ser escuchados en todo el valle de Lerma. Con maíces, porotos o botones que llevábamos en una bolsita de fabricación casera y alternando con aquel contador de bolitas de colores, iniciábamos tareas contables para sumar y restar. Con el correr de los años, incorporamos las letras mayúsculas, letras góticas, números romanos y las manchas de tinta en las manos y el almidonado guardapolvo blanco, que con tanto esmero planchaban las madres, con aquella humeante plancha metálica alimentada con carbón. Aún la recuerdo a mi madre soplando de a ratos la plancha, para que no se apagaran las brasas y la veo humedeciendo uno de sus dedos para tener una idea de la temperatura de este artefacto, que en algunos hogares hoy es adorno. Dificulto que niños de mi generación, no se enchastraran en esta tarea escolar del uso de la lapicera con pluma metálica y el tinterito que tenía por soporte la caja de polvos que había usado la mamá y un “ponchito” de tela que le ponían a fin de que descargaran el exceso de tinta antes de escribir.

A pocos metros de “mi segundo hogar”, la escuela, estaba mi primer hogar, donde mi padre tenía su negocio, almacén y bar. Una esquina, que para la época, funcionaba como terminal de los ómnibus que iban a los pueblos vecinos. Por una circunstancia especial, aquel almacén tuvo clientes que les llamaríamos “vip”. En la década del 40 se filmaba una película que hasta el día de hoy es famosa, por muchos motivos, pero quiero recordar a sus actores que en horas de la mañana venían desde su alojamiento en un hotel céntrico, distante a una cuadra y casi siempre entraban en el negocio para hacer alguna comprita, y ante la curiosidad nuestra, mi padre nos comentó que esos señores estaban filmando una película que se llamó “La Guerra Gaucha”. Hoy tan solo recuerdo a Don Enrique Muiño, pero sus acompañantes eran nada más ni nada menos que Francisco Petrone, Sebastián Chiola, Angel Magaña y su director Lucas Demare. Pasaban por el boliche, porque enfrente estaba el Comando Militar y desde allí los transportaban a una finca cercana, donde filmaban. Otro cliente “vip”, quizás en aquellos años no sería tan famoso, fue Don Atahualpa Yupanqui, que en horas de la tarde entraba al negocio junto con su guitarra, para seguir rumbo a la única radio que tenía Salta, donde él actuaba.

Alternando las horas de clase con sus descansos y vacaciones, teníamos nuestros juegos de muy bajo costo que vale la pena recordar: la payana (con piedritas), el tilín campana, saltar a la soga, la escondida, el balero (de madera o con una latita de picadillo), el rango, las bolillas, el trompo, la cometa, la pelota de trapo, el auto de carrera fabricado con latas de aceite, las tapitas (con cajitas de fósforos y con las tapas de cartón encerado de las botellas de leche), larga es la lista. Poco a poco, fue llegando la industria del juguete: el tren eléctrico, el mecano, el manomóvil, los patines, el triciclo, la bicicleta, el monopatín, los soldaditos de plomo y aquella muñequita de trapo, de fabricación casera, con su ropita artesanal y que pintaban las mamás, fue reemplazada por Marilú (por ahí quedan algunas “vivientes”, que en sus mocedades, las madres como sinónimo de muñequita les pusieron Marilú y así están) y quedaron para la historia del juguete, o en la repisa de alguna abuela cuidadosa que aún la tiene sentadita junto a su bebote de carey. El consumismo reemplazó a Marilú por la Barbie, con su costoso vestuario y accesorios, los patines por los rollers, la bicicleta por las todoterreno.

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