Marcelo Fernández Durañona, abogado, de Quilmes, Provincia de Buenos Aires, viajó a España en abril de 2008. El «turista» argentino relata parte de su experiencia de viaje.
Con mis padres y un hermano, cumplí el sueño de recorrer en auto pequeños pueblos de España. Primero descubrimos Toledo, Villaconejos, Aranjuez y Chinchón. Después, salimos de Madrid y, a pocos minutos de dejar la autopista hacia Zaragoza, llegamos a Medinaceli, un pueblo medieval enclavado sobre una colina rodeada de valles. Nos encontramos casi sin aviso con un monumental arco romano del siglo II aC., perfectamente conservado y completo, con bajorrelieves intactos.
Ingresamos lentamente en las pequeñas calles de piedra y madera, que conducen a la iglesia y la plaza principal. No vimos a nadie en todo el recorrido y nos sentíamos ingresando en una especie de juego de video con caballeros templarios, pero a escala real. En una de las fachadas de la plaza rodeada de recovas, coronada por una mayólica azul, leímos versos del poeta Gerardo Diego dedicados a su «Ciudad del Cielo».
La dueña del almacén del pueblo, una catalana encantadora, nos contó algo desconsolada que quedan pocos niños en el pueblo. Sólo llegan turistas en verano y para las fiestas, pero las familias jóvenes deben ir a trabajar a Madrid o Zaragoza. Nos indicó que en la ruta N° 111 -casi en desuso por la moderna autopista- hay paradores de camioneros y recomendó «Carlos Mary». El lugar estaba lleno, pero éramos los únicos turistas. Por 10 euros, disfrutamos de un exquisito almuerzo de dos abundantes platos, cerveza y postre. La mejor despedida.
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