Por Daniel Gutson E-mail: danielgutson@gmail.com
Creo que fue en mi viaje de reencuentro con el Sur, en el 2004. Hacía muchos años que había dejado de ir, aunque ese tiempo pasado no se medía en años ni meses, sino en cosas que pasaron en el medio. Y, en verdad, habían pasado muchas.
Tuve que conocer una chica checa (de República Checa) por internet que quería ir a Misiones en verano. Chateando, de divertido no más, le bromeé que vaya a la Patagonia, que yo la guiaría. “Ok” me contestó sin dudar y en seca respuesta. Yo me sorprendí, sólo estaba bromeando. Su respuesta me dejó duro. Entonces, pensé: “¿Por qué no?”. Y así operó mi reencuentro con el Sur.
Bárbora se hospedó en casa de mi tía (en ese momento vivía en Buenos Aires), sin nadie conocerla. “Es igual a la Tía Leonor de joven, pero más grande” fue toda la descripción que obtuve.
Así que el encuentro se concretó en Junín de los Andes. Cuando bajé del micro, sólo vi un muro que me ocultaba el sol: medía 3, 4 ó 5 metros.
Más allá de las anécdotas con mi nueva robusta amiga (que bien pueden ser otro relato), nuestro viaje progresó de Norte a Sur, empezando en el Volcán Lanín, San Martín de los Andes de pasada, hasta llegar a una de mis dos paradas favoritas: la zona de refugios de Bariloche.
A raíz de haber olvidado ocultarle el mapa a esta magnífica deportista (siendo yo un simple oficinista), terminé aceptando hacer la travesía que une los refugios Frey con el Jakob.
Típicamente, la travesía se hace en cuatro días: el primero es llegar al Frey, el segundo descender al valle del Rucaco, el tercero subir al Jakob, y el cuarto (por lo general) ir a Bariloche. Y digo ´ir´, y no ´volver´, porque en el Sur, uno siempre ´va´, nunca vuelve. Sin embargo, Bárbora quiso hacer todo en un sólo día, y ella hubiera podido de no haber tenido que esperarme en todas las ocasiones.
Lamentablemente, yo, oficinista (insisto), aceptaba incondicionalmente su ritmo, porque era eco de mis días de civil durante el año corriendo. Siempre corriendo.
Sin embargo, cuando llegué al Frey (el primer día de la travesía), estaba por continuar luego de una brevísima pausa muy a costas de mi físico y engullimiento del paisaje. Fue entonces cuando escuché el suave y pausado ´clan… clan…´. Era el bastón de un anciano.
El mundo para mí se detuvo en su cálida sonrisa, detrás de su barba blanca. El reflejo del sol de mediodía sobre la laguna Toncek, a 1754 metros de altura, la forma del refugio Frey, a un costado, que parecía una casa de gnomos; la brisa suave y fresca contra mi cuerpo cansado, y el caminar tranquilo, feliz, casi sin esfuerzo, del viejito de barba blanca. Todo era un cuadro, de esos teñidos de dulce tinte irreal.
Hablé poco con él. Venía de muy, muy lejos. En todos los sentidos que un hombre de bien puede contar. Hablamos en un inglés quebrado, pero cada palabra era una sonrisa detrás de barba blanca. Y cada sonrisa, era un sorbo de paz para mí.
Amit era su nombre. Nunca más lo volví a ver. Tampoco querría. Prefiero quedarme con el recuerdo del anciano peregrino, que con cada año protagonizaba una nueva historia. Era una novela caminante. Caminante en el sentido que canta Serrat. Continuamente escribiéndose. Transformaba su vida en un tubo de ensayo. Esa era la manera de vivir de Amit.
Quiero pensar, aún hoy, que en estos momentos Amit está caminando, con pausa y sonrisa tras barba blanca, en alguna montaña observando cómo se ve el Mundo desde allí. Quiero cerrar los ojos, y desprevenidamente escuchar un ´clan…clan…´, el caminar tranquilo de un anciano.
Gracias por enseñarme.
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