Por Néstor Emilio Musso Marcos Juárez Córdoba losmusso@coyspu.com.ar
Estoy por cumplir cuarenta y cinco, y tengo una duda. Copiando un latiguillo de un periodista famoso, que dice: “Me lo pregunto y se lo pregunto, ¿me estoy poniendo viejo?“
Cuando era chico, me pasaba las horas con mis amigos en las calles de mi pueblo. La que pasaba frente a mi casa era de tierra, con las cunetas hondas y las veredas altas, en los días de verano cuando llovía se podía escuchar de noche, el canto de los grillos y el croar de los sapos. Durante el día, cuando muy de vez en cuando pasaba el regador, que era un tractor arrastrando un tanque que a su paso dejaba charquitos de agua en los que se posaban las mariposas, los chicos del barrio tratábamos de cazarlas, corriéndolas de un lado para el otro.
Solíamos jugar a la etiqueta, que consistía en poner debajo de un ladrillo, etiquetas de cigarrillos (se podían remplazar por las de vino) y a una distancia de diez o quince metros arrojarle piedras. Aquel que tumbase el ladrillo ganaba las etiquetas; las de mentolado valían el doble y las importadas por tres. Si ganábamos, escondíamos nuestro pequeño tesoro debajo del colchón de la pieza, para que la vieja (la mamá) no las tirara.
Realizábamos competencia de cartines a bolilleros con las barras de otros barrios, la construcción, rectángulos o triángulos de madera con dos ejes y de ruedas usábamos los rulemanes que le íbamos a “manguear” al taller de la esquina, ganaba siempre el equipo que tenía el empujador más grandote y fuerte.
Bicicleta, ni soñarlo. Si había, era una por familia, la popular Yeye y cuidadito con romperla porque no se compraba otra, igual que las raquetas de tenis que eran de madera y la tenías que compartir con todos tus hermanos.
Otro de los juegos era la tapadita, que se jugaba con figuritas Chapitas (eran de chapa) y junto con el contrincante se tiraban hacia una pared hasta lograr tapar, o encimar una figurita con otra, el ganador se llevaba todo el montón.
Los picaditos de fútbol eran en el club Argentino, y se elegían los jugadores con el típico pan y queso, allí también subíamos al caracol para poder ver la ciudad (tanque de agua de gran altura que tenía una escalera en forma de caracol).
Cuando lográbamos “rascar” alguna chirola, íbamos a comprar una gallinita, un chupetín pinito, caramelos por tira o los media hora al kiosco de don Juan, al boliche de doña Piketa, o al almacén de Caporichi.
En la mayoría de las casas, no había teléfono ni calefacción. El televisor era para unos pocos y únicamente se veían (es una forma de decir por el efecto lluvia y las rallas que subían y bajaban enloquecidas) el canal cinco y el tres de Rosario, por supuesto en blanco y negro. Los calefones eran a leña y como estaban ubicados en los lavaderos y estos fuera de la casa, el agua caliente al baño no llegaba nunca debido a la distancia, así que nos bañábamos con un calefón a alcohol, por cierto muy peligroso ya que cuando nos olvidábamos de prender el bombeador (agua corriente no había) y el tanque se quedaba sin agua, el calefoncito empezaba a bufar y a largar vapor, salíamos en “tarlipe” y todo enjabonados disparando como locos. Teníamos aljibes para juntar agua de lluvia y poder usarla para tomar o cocinar, ya que el agua de las napas se contaminaba con los pozos negros (cloacas, no había)
Íbamos a la escuela de los curas por la mañana y nuestros padres nunca nos llevaban o nos iban a buscar, nos “comíamos” todos los desfiles para las fechas patrias, y nos tenían parados horas haciendo tornillos por el frío, hasta que llegaba al lugar, generalmente una plaza, el funcionario político de turno.
Las zapatillas era para todo el mundo iguales, las Flechas, azules para todos los días y blancas para gimnasia, sin plantillas. Los pantalones los Far West que tenían las botamangas arremangadas y con una tela que parecía una frazada de colores azul, rojo y blanco con rayas negras.
La aventura más riesgosa era ir a la hora de la siesta a afanar mandarinas, ya que si el dueño nos descubría nos chumbeaba los perros.
Los sábados por la noche, la vuelta al perro en calle Alem, entre San Martín y Belgrano, solíamos tomar un helado en lo de Iuorno. Los gustos que había: limón, chocolate, frutilla, granizado o vainilla. Lógicamente le comíamos primero el fondo del cucurucho, chorreándonos con helado de punta a punta la ropa de salir.
Los domingos, íbamos al cine Champagnat a la matinée, peinados a la gomina, y en la sala en vez de mirar la película armábamos guerras de gomeritas (arma que fabricábamos con alambre y gomitas con un cuerito en el centro que servía para arrojar tizas que previamente “sacábamos” del colegio) .
Así pasó mi infancia, en mi pueblo, hoy ciudad. Sin tanto confort como el que existe hoy en día. No era por no poder, sino porque no había. Nuestros hijos crecen de otra manera. ¿Es mejor? No lo sé. ¿Estoy poniéndome viejo? No lo creo, lo que pasa es que siento nostalgia al recordar aquellos tiempos.
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