Nuevos sensores para la detección de gases tóxicos

Un dispositivo que permite detectar la presencia en el aire de moléculas específicas de un compuesto, por ejemplo, un gas tóxico, fue diseñado por un equipo liderado por un profesor de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales (FCEyN) de la Universidad de Buenos Aires e investigador del Conicet. Ya posee una patente compartida por el Conicet y el Instituto de Ciencia de Materiales (ICM) de Sevilla, España.

«Se trata de cristales recubiertos con una fina película de un óxido con poros del tamaño de unos pocos nanómetros [la millonésima parte del milímetro]», explica el doctor Galo Soler Illia, profesor del Departamento de Química Inorgánica de la FCEyN.

Esa porosidad le confiere al material una gran superficie expuesta: por ejemplo, un gramo de óxido de silicio tiene entre 600 y 1000 metros cuadrados de superficie disponible para reaccionar con cualquier sustancia con la que entre en contacto. El trabajo fue realizado junto con el doctor Hernán Míguez, del ICM de Sevilla, un argentino que emigró en los setenta.

Para obtener los poros, se fabrica un molde con micelas, burbujas nanométricas que se forman cuando un detergente se mezcla con agua. «Todas las micelas tienen el mismo tamaño», subraya Soler Illia.

En la solución con detergente, los investigadores incluyen un compuesto inorgánico que forma un óxido alrededor de las micelas. Las unidades inorgánicas y las micelas se autoensamblan y forman un compuesto en el que las micelas quedan ordenadas y rodeadas por una matriz de óxido, como si fuera un queso gruyer. Luego, con calor, se eliminan las micelas y quedan los huecos nanométricos.

El resultado es una película delgada y transparente, muy porosa, que se deposita sobre un sustrato de vidrio. Ese producto, un pequeño ladrillo iridiscente con dos caras, es un cristal fotónico. Cuando la luz incide en él y traspasa ambas capas, se produce un efecto de difracción e interferencia, y el cristal sólo refleja luz de un color dado. Es un color intenso y bien definido, que depende del índice de refracción de cada uno de los componentes: el sustrato y la película que lo recubre. Así, el patrón opera como una huella digital.

Cuando sobre ese cristal se condensa un vapor o se deposita una gota de una sustancia determinada, por ejemplo, un componente de un gas, el índice de refracción se modifica y cambia el patrón de colores. Ese cambio es percibido por un sensor que podría, por ejemplo, hacer sonar una alarma. Así se podría detectar la presencia de vapores tóxicos en una planta de fabricación de solventes, por ejemplo, o regular las condiciones óptimas para almacenar alimentos o granos.

Lo interesante es que estos materiales transmiten información a través de la luz, en lugar de la electricidad, evitando así el uso de cables. Por ejemplo, el dispositivo puede colocarse a la salida de una chimenea, y sobre él se hace incidir un rayo de luz, cuya trayectoria es detectada por un sensor.

Cristales iridiscentes

Los cristales fotónicos también existen en la naturaleza, por ejemplo, en las alas de las mariposas, y son los responsables de los colores iridiscentes (de arco iris) que se producen por la difracción de luz. No se deben a la presencia de pigmentos, sino a la estructura porosa de las pequeñas escamas presentes en las alas de esos insectos.

Los investigadores, como arquitectos moleculares, pueden manipular los materiales y conferirles las propiedades deseadas. En esa tarea, participan químicos, físicos, ingenieros, entre otros. De hecho, la mayor parte del sensor en cuestión fue realizada por la ingeniera María Cecilia Fuertes, en su doctorado en ciencias de los materiales, en la Universidad Nacional de San Martín, con la dirección de Soler Illia.

Si bien ya se cuenta con una patente, ésta es de aplicación general. «Cuando aparezcan los compradores, tendremos que buscar el diseño que se ajuste a cada necesidad -reflexiona Soler Illia-. Según el tamaño, la forma y la química superficial de los poros, se puede determinar qué moléculas se pegarán a la superficie y cuáles no, lo que permite diseñar una respuesta muy específica.»

Los investigadores poseen una «biblioteca» con los datos de cada uno de los productos. «Así podemos seleccionar un diseño que pueda ser útil, por ejemplo, al encargado de una planta que, para proteger la vida de sus operarios, necesita un sensor que dispare una alarma cuando aumenta la concentración de determinado tóxico», dice.

Estos sensores ópticos poseen un alto valor agregado, detrás del cual, además de neuronas, hay una gran infraestructura. En efecto, para hacer una película delgada porosa se necesita una batería de técnicas de análisis, con equipos de alta complejidad, para ver «si la composición es la deseada, si los poros están donde deben estar y si tienen el tamaño esperado». Son técnicas electroquímicas, de espectrometría, de difracción de rayos X y microscopía electrónica, entre otras.

«Este es uno de los roles que desempeña hoy la universidad: disponer de una buena infraestructura de equipos y recursos humanos para generar valor agregado», concluye.

Fuente: Centro de Divulgación Científica de la FCEyN, de la UBA, lanacion.com

Periodista Digital

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