Por César Raúl López Paraná, Entre Ríos E-Mail: rjlhernandez@arnet.com.ar

Don Floro Caravallo, poblador desde siempre de aquel rincón nogoyero, acomodaba las últimas ramas espinudas junto al corral de los terneros y aprobaba su obra murmurando “Aura sí… se van a mamar si son brujos”. Mientras, por enésima vez, silbaba una melodía de su autoría.

Los recientes prisioneros del reforzado corral balaban llorando la libertad perdida, mientras las madres, indiferentes, se retiraban rumbo al cañadón donde el pasto era más tierno. Sólo permanecía en las cercanías la barcina atigrada pretendiendo intimidar al carcelero mugiendo amenazadoramente. Comprensible ella: ¡era madre primeriza!

Imperturbable Floro ajustaba la guasca sobada que oficiaba de cerradura, monologando: “¡Balá nomás, barcina sotreta! ¡Culpa tuya el queso a la Lorenza le saldrá más chico!”

El tropel de vacas huyendo hacia el monte le hizo girar la cabeza y la sombra que se proyectó en el suelo, mirar hacia arriba. “¡Santo Dios!”, exclamó aterrado, y por primera vez interrumpió el silbido al ver esa cosa que se caía del cielo.

Pretendió correr hacia el rancho pero sus setentonas piernas no le respondieron y un sudor frío le recorrió la espalda. Entrerriano ¡y para más de Octava! (por paraje Crucesitas 8º) se dispuso a caer luchando, y sus ojos buscaron el machete con que había cortado las ramas, pero sus alpargatas se habían pegado al suelo endurecido de la entrada al corral de los terneros.

El terror de Floro se transformó en asombro cuando vio que de la canasta colgada de esa enorme vejiga voladora lo saludaban dos personas que “parecían gente”.

El aeróstato -tiempo le llevó a Floro aprender el nombre- quedó enganchado a un algarrobo y don Jorge Newbery saltó de la barquilla diciendo a su acompañante “Por hoy nos salvamos de las yararás, me han dicho que acá son largas como sogas”.

Al enfriarse, el globo fue perdiendo elegancia y las alpargatas de Floro se despegaron del suelo, mientras trataba de explicarle a los viajeros donde estaban y caras curiosas de vacas comenzaban a asomarse desde el monte.

Rato después, mientras circulaban los espumosos mates de Lorenza, que no entendía nada, sentados bajo el alero de la casa vinieron las recíprocas explicaciones: don Jorge Newbery quería saber adonde los había llevado ese imprevisto cambio de viento, qué era “el Durazno”, como les gritaron las aterradas mujeres que lavaban ropa junto al arroyo, adonde los llevaría esa vía férrea que habían visto desde el aire, cómo podían volver a Buenos Aires… El bueno de don Floro, todo lo relacionado con los globos y sus vuelos.

A la mañana siguiente las dos grandes ruedas del carro de don Floro, colmado con el globo plegado, traqueteaban hacia la vecina Guardamontes donde sería embarcado rumbo a Buenos Aires. El conductor, silbando una melodía mezcla de Schioti y de chamarra azuzaba al moro que estaba en las varas. ¡La aventura del pionero de nuestra aviación en aquel rincón montielero llagaba a su fin!

Muy cerca de la Escuela nº 74 “Idelfonso Paso” de Crucesitas Octava, departamento Nogoyá, provincia de Entre Ríos, se erige un monumento que recuerda el hecho de principios del anterior siglo. La obra escultórica que sorprende al ocasional viajero de aquel solitario camino está incompleta: falta algo que perpetúe el susto de don Floro, el de las lavanderas del arroyo Durazno y el de las lecheras que huyeron hacia el monte.

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