Por Miguel Espínola Aquino, desde Barcelona, España E-mail: yvonne@wanadoo.es
Hoy vuelvo a pisar mi pueblo después de casi 30 años y es como si el tiempo se hubiese detenido. No hay muchos cambios…
Todavía recuerdo cuando veníamos de vacaciones con mi familia a casa de los abuelos, con ese tren cansino y ruidoso donde lo más bonito era llegar a la estación (hoy intacta) colmada de personas ansiosas por ver al recién llegado. Recuerdo que nos recogía un carro con el fiel servidor de la abuela llamado Ramón y por los caminos de arena y césped nos acercaba hasta el pueblo.
La llegada era para mí un cúmulo de emociones indescriptibles. Cuando llegábamos a la Plaza San Martín (la única existente) se podía apreciar a su alrededor la iglesia, la escuela, la comisaría y el club social. También estaba en ese lugar privilegiado la única panadería del pueblo regentada por mi abuelo Nicolás. Recuerdo con mucho cariño cuando mi abuelo me despertaba muy temprano e íbamos al horno a leña a ver como hacían la “galleta” y enseguida con el pan calentito venían los paisanos a buscar sus bolsas y cargarlas a lomo de sus caballos. Eso sí, previo “saque” de una copita de caña “Ombú” para calentar el cuerpo y comenzar la jornada. Luego el día se dividía en montar a caballo con mi hermano y mis cuantiosos primos, ir de caza por las vías del tren hasta el batel o bien pasarnos el día en la laguna convertida en balneario municipal.
Como siempre que íbamos era verano coincidíamos con las bailantas del pueblo tanto en el club como en lo de “Vangela”. Allí tengo unos recuerdos que no olvido de ver un cuarteto de chamamé muy precario y toda la gente bailando descalza en un patio de tierra. Nada mas auténtico. Todo el mundo rebozaba felicidad salvo al final de la noche cuando el alcohol hacía su efectos y sobre todo cuando se descubrían algunas parejas furtivas que se habían gestado esa noche.
Hablar de la gente de 9 de Julio, Corrientes, es hablar de mi propia familia, ya que en una población de 3.000 habitantes todos eran mis parientes, al menos yo les decía tío a la gran mayoría. Sobre todo teniendo en cuenta que tanto mi madre como mi padre son de allí, es decir abuelos paternos, maternos, más todo lo que de allí deriva.
Qué decir de la hospitalidad de un correntino que no se haya dicho, eso hacía que mis vacaciones estivales fueran algo especial que llevo gravado a fuego en mi corazón.
Hoy después de 30 años está casi todo igual. El pueblo ha evolucionado muy poco, ya que lo han cruzado carreteras que lo transformaron en casi un pueblo fantasma. Ya nadie pasa por allí a no ser que vayas exclusivamente. Por supuesto que, en mi corta visita estuve en el cementerio visitando a mis cuatro abuelos y a todos aquellos que los dejé con vida y que la vida misma se los llevó.
Hoy vivo en España, y con este pequeño relato me gustaría rendir un pequeño homenaje a sus habitantes, es decir a mi gran familia, es decir a todo el pueblo, porque han hecho de mi una persona con raíces profundas, que sé muy bien de dónde vengo y a quién pertenezco, han tallado en el fondo de mi alma ese amor a lo natural, a lo simple, a lo auténtico. Todo estos sentimiento puros y sinceros son transmitidos a mis hijos que lo van mamando desde su nacimiento y llevan esa riqueza dentro sin importar dónde viven, ni lo qué tienen, ni lo qué hacen.
Un último deseo sería poder abonar con mis huesos esa tierra que ha visto nacer a mis padres, tierra del cardenal el tordo y el zorzal, de esas siestas calientes con el canto de la chicharra de fondo, de los carpinchos, nutrias, teros y chajás.
Para ti, 9 DE JULIO.