Por María Valdez La Plata, provincia de Buenos Aires E-mail: Mariavaldez31@yahoo.com.ar
Seguramente hoy el nombre de mi pueblo no es tan desconocido como hace unos años atrás. Hoy lo reconocen en el discurso infatigable y respetuoso de una actriz premiada, en algún libro de una novel escritora. Pero no es de este presente de Jeppener que quería hablar, mi interés radica en una época de puertas abiertas.
Allá por 1970 cuando llegué al pueblo junto con mi familia, me pareció un lugar despreciable: casas que apenas cubrían cuatro o cinco cuadras, pocos comercios y una sola calle asfaltada. Yo venía de una ciudad muy grande y poblada. Este pueblo me resultó tan pobre como mis pobres diez años de inexperiencias.
Lo más importante de Jeppener por aquel tiempo era la fábrica de Citröen, que anteriormente había sido Paff Bromberg, fábrica de máquinas de coser. La fábrica vivía sus años de esplendor. Los empleados que tenían familia tenían una casa dentro del “barrio” de la fábrica, chalets iguales distribuidos en una pequeña ciudad dentro del pueblo.
Yo vivía en el pueblo porque mi papá no trabajaba en la fábrica, pero pasaba muchas horas en el barrio, allí estaban varios de mis amigos. Allí, la placita, la cancha de básquet en la que nos juntábamos las noches de verano a charlar y a reírnos del mundo, mis amigos y yo, adolescentes de mediados de los setenta, despreocupados por contexto.
Por aquel entonces había dos escuelas: la estatal y la privada, esta última en realidad estaba conformada por dos salones, éramos 8 ó 9 alumnos en quinto grado y con nuestra señorita Graciela seguimos hasta séptimo. La mayoría de mis amigos iban a la otra escuela, pero jamás hubo discusiones sobre éstas, ni tampoco por dónde vivíamos cada uno de nosotros. El que vivía en el pueblo no era menos que el del barrio. Fue una época muy democrática en medio de la dictadura.
Tenía dos iglesias también, una evangélica y otra católica; frente a esta vivía yo. En nuestro pueblo no había sacerdote, los domingos venía el cura de Gándara y si había llovido, venía el de Brandsen. Nosotros queríamos más al de Gándara que llegaba con su jeep lleno de tierra, con su cara regordeta, y con un gran corazón.
En pueblos pequeños como Jeppener, una adolescente puede aprender la amistad, el amor, la fantasía, pero también el dolor, la soledad; las manos llenas y las manos vacías, creo que eso fue Jeppener.
El pueblo fue testigo de los primeros bailes, de las primaveras en el campo de Carloncho, las idas a Altamirano con Yoyo y con Teresa, como si esas escapadas fueran la libertad; la negra noche nos envolvía y nos cobijaba con una ternura que jamás pudimos explicar. Los “asaltos” en el bar del Turco. Los juegos. Las confesiones. El juego de la copa en mi casa y el desastre después.
Jeppener nos permitió crecer, nos enseñó los silencios necesarios, nos dio caminos de tierra para recorrer en bicicleta. Nos dejó navidades dulces con un Papa Noel inventado.
Cuando ocho años más tarde de mi llegada, el pueblo me abrió la ruta para alejarme para siempre, sentí que una parte de mí quedaba enterrada allá, en las cinco esquinas, muerta con el recuerdo de las charlas con Claudia; agonizando en la puerta del barrio en las despedidas con Silvia. Ya sin vida en el bar del Turco junto al sabor negado de mi primer beso.
Allá quedó mi corazón, muerto y olvidado. Cada vez que he vuelto no pude encontrar la placita, ni la cancha de básquet; la estación también murió de soledad. Cada regreso hacía un hueco de dolor en mi alma.
Hoy hay más escuelas, el barrio de la fábrica fue devorado por el progreso de otras marcas automotrices, el asfalto engalana las antiguas calles de tierra. Allá quedaron algunos viejos amigos, allá están mis lágrimas sobre el cordón de mi calle.
Jeppener no volverá a ser el lugar de mi residencia, sin embargo será por siempre mi lugar en el mundo, como lo es seguramente para nuestra única actriz famosa, para la escritora desconocida que no desconoce a mi pueblo. Jeppener, me dijeron, sigue siendo un pueblo de puertas abiertas: ¿quién se robaría un pedazo de amor?
Jeppener tiene otras plazas, una en homenaje a nuestro Chulela. Yo me fui hace décadas y sin embargo, su ¡salute! alegra a la adolescente que quedó enterrada allá, frente a la Escuela San José Obrero.