El 23 y el 24 de abril de 1918, casi al final de la Primera Guerra Mundial, se desató el terror contra todos los representantes del pueblo armenio, fusilados, masacrados impunemente y llevados al desierto para que se murieran de hambre y de sed. Los dirigentes del Imperio turco que muy pronto se desmembraría para siempre practicaron el genocidio calculado, la matanza colectiva de más de un millón de personas (algunos cálculos agrandan esa cifra).
El imperio Otomano se tambaleaba y todo indicaba que la derrota de la Triple Aliaza (Alemania, Austro-Hungria e Italia -hasta 1915-) acabaría definitivamente con el poder de los sultanes, como así fue. La gran matanza de armenios empezó en 1915, después de que los turcos, musulmanes, acusaran a la comunidad armenia cristiana de «traición», por no apoyar supuestamente lo suficiente a las tropas del Imperio Otomano, aliado de la Triple Alianza, en la guerra contra la Triple Entente (Reino Unido, Francia y Rusia).
Ahora hablemos de otro tipo de miserabilidad humana: de los 193 países de la ONU sólo poco más de veinte han reconocido el genocidio armenio. Entre ellos Bélgica, Bolivia, Canadá, Chile, Chipre, Grecia, Italia, Líbano, Lituania, Holanda, Polonia, Rusia, Eslovaquia, Suecia, Suiza, el Vaticano y Venezuela. Los más explícitos han sido, sin embargo, Francia, Uruguay y Argentina. Francia, cuyo Parlamento aprobó una ley en este sentido en el 2001, fue más lejos y en el 2012 resolvió tratar como delito la negativa a aceptar que hubo un «genocidio». Pueblos que pasaron por experiencias similares también dan vuelta la cabeza, se resisten, para no dañar sus vínculos comerciales o estratégicos con Turquía. Por ejemplo, Israel no habla del tema.
Los armenios eran ya un pueblo organizado, con tradiciones, lengua, música y una cultura afianzada a lo largo de los siglos. Los asesinos, militares de uniforme y civiles, especialmente el grupo de los kurdos, caían de pronto sobre los armenios a imagen y semejanza de los pogromos, donde en Europa oriental se asesinaba en masa a los judíos. Los turcos son musulmanes. Los armenios fueron los primeros evangelizados. Ese proceso data del siglo I después de Cristo.
En junio de 1890, estudiantes armenios de la región del Cáucaso crearon la Federación Revolucionaria Armenia, que reclamaba autonomía, una nación con emancipación política y económica. Pudieron organizar una república, aunque de vida efímera. Los «dashnaks», como se los llamó, se animaron a lanzar ofensivas guerrilleras contra los turcos en respuesta a los asesinatos cometidos.
El genocidio estuvo a cargo del gobierno de los «jóvenes turcos», nacionalistas civiles y militares que manejaban la política interna y externa junto al sultán, un personaje y un cargo desde hacía décadas. A estos jerarcas les llegó la noticia de que los armenios pasaban información a los rusos, sus contrincantes.
Los oficiales turcos, decididos a cortar de raíz la independencia armenia, ordenaron dar el ejemplo, comenzando con el desplazamiento de la población. Apelaron a las ejecuciones públicas masivas y los hicieron arrastrar en largas caravanas hacia la tierra yerma en el sureste de Anatolia. Se instalaron campos de concentración al estilo de los ingleses en la guerra contra los boer, en el sur de África, a fines del siglo XIX. A los soldados armenios se los desarmó y fueron fusilados, sacaron a los armenios a lo ancho y a lo largo del Imperio, con excepción de Estambul (Constantinopla) y Esmirna, donde había muchos diplomáticos y mercaderes extranjeros.
En torno de esta tragedia sobran testimonios personales de misioneros estadounidenses, ciudadanos sirios, fuentes rusas y oficiales alemanes que presenciaron los desmanes. La Embajada de Estados Unidos en la capital turca estaba a cargo de Henry Morgenthau, un joven diplomático que luego sería amigo y funcionario de Franklin D. Roosevelt, quien acumuló información precisa sobre el infortunio del pueblo armenio. Juntó todos sus recuerdos escritos, más sus testimonios y publicó un libro titulado Relato del embajador Morgenthau. El escritor austríaco Franz Werfel conoció a varios supervivientes del genocidio armenio y trasladó esos relatos al libro Los cuarenta días del Musa Dagh.
Tres figuras controlaban el gobierno de los jóvenes turcos. Uno fue Mehmet Talat, ministro de Interior y primer ministro en 1917; Ismail Enver, ministro de Guerra, y Ahmed Jemal, ministro de Guerra. Contaban con el apoyo de una organización especial dirigida por el médico Behaeddin Shakir para la efectiva ejecución masiva sin miramientos. Al caer el Imperio, todos estos huyeron de Turquía para evadir la Justicia pero fueron juzgados en ausencia y encontrados culpables. Los miembros de la Dashmak armenia ordenaron el asesinato de estos cabecillas. En 1921, en Berlín, un sobreviviente de 25 años abatió a tiros a Talat Pachá. Los vengadores armenios encontraron a Jemal Pachá en la ciudad georgiana de Tiflis y fue aniquilado. Enver logró fugarse y murió en un extremo del Asia.
Turquía sigue negando este genocidio. Lo considera una «acción dentro de las condiciones de una guerra». Ignoran los testimonios y la misma realidad.
Significado de genocidio, término creado por el abogado polaco Raphael Lemkin en 1944: «crimen contra la humanidad en un proceso de destrucción masiva contra una raza, o una religión o una nación, o el deseo de aniquilación de un pueblo determinado«.