Fabio Quetglas, de la Universidad Tecnologica Nacional (UTN) de Mendoza, aconseja «combinar eficiencia en la producción a escala -para aprovechar los momentos de altos precios en los mercados internacionales-» y producir de manera próxima alimentos saludables que pueden brindar un importante impulso económico y al desarrollo local.
Más del 50 por ciento del incremento del precio de los alimentos básicos -del período 2003/2007- se explica en el aumento del precio del petróleo, en su triple rol de insumo de producción, costo de transporte y fuente de energía plausible de reemplazo con algunos alimentos.
La contundencia de este dato debe ser tenida en cuenta al afrontar el debate sobre la provisión futura de alimentos.
Hasta el momento, en la producción masiva de alimentos conviven tres criterios organizadores, aunque con distinto peso en el resultado según el producto y el mercado:
- La especialidad productiva: es la tendencia de producir los alimentos donde es «más eficiente hacerlo», y luego trasladarlos hacia la población que los consume.
- La proximidad y la cultura: es el caso de los alimentos cuyo traslado es muy dificultoso o cuyo consumo obedece a pautas culturales difíciles de incorporar a la red de producción planetaria y se desarrollan con relativa independencia del comercio masivo.
- El saber hacer, la tecnología disponible y el entorno institucional: es decir, producir alimentos no sólo donde se puede materialmente, sino donde es rentable y hay quienes sepan hacerlo.
Existe un cuarto criterio que aun no tiene un peso sustantivo, con la excepción de la Unión Europea: la restricción ambiental en la producción de alimentos.
La combinación de los tres factores detallados, en los múltiples mercados de alimentos, está cambiando.
Por un lado, la especialización parece asediada, porque si bien la misma contribuyó a abaratar los alimentos, tiene como pre-requisito la existencia de un costo bajo de transporte; y en ese sentido con petróleo caro la lejanía es una mochila pesada.
Además, la sobre-especialización es cuestionada ambiental y culturalmente (la expansión de la especialización alimentaria requirió un impulso fuerte a la homogenización del gusto y de la dieta).
Por el otro, ahora muchos alimentos se integran a la red de producción energética.
Y no parece sensato que el ingenio humano no explore alternativas a un eventual estrangulamiento energético de su matriz de producción.
Se impone un equilibrio que reconozca el problema y asuma soluciones inteligentes.
La relativa ineficiencia actual en la producción de calorías de fuentes biológicas no detendrá el necesario perfeccionamiento de una fuente que es controlable, que es renovable y que por supuesto, como toda actividad humana, está plagada de problemas a resolver (como en su momento los debió resolver la industria del petróleo).
El peso del costo del traslado, sumado a la derivación energética de las oleaginosas, conlleva la necesidad de re-aprender a producir alimentos, y revisar pautas alimentarias alteradas por los pasados 70 años de alimentos «baratos» (que tanto sufrimos).
Además, se debe comprender que producir, distribuir, conservar y garantizar la provisión alimentaria es una actividad económica y cultural valiosa, que requiere inversiones, reglas de juego, laboratorios, oferta académica, organizaciones sectoriales, etc.
El costo creciente de la energía afectará a nuestra dieta.
No es el objeto de esta columna hacer una valoración del proceso, sino sólo marcar una tendencia que no debería ser ajena a quiénes deciden políticas públicas y que puede resumirse como la relación creciente entre matriz energética, provisión alimentaria y distribución demográfica.
La pregunta es entonces ¿quiénes podrán aprovechar mejor la «transición» a un nuevo modelo?
Sin duda, aquellos que combinen eficiencia en la producción a escala para favorecerse de los precios de los mercados internacionales; con suficiencia para poder producir de manera próxima, adecuada, diversa y económica, alimentos que permitan una dieta de calidad evitando costos de traslado.
En el caso de nuestro país, la modificación de la «dieta de los argentinos», podría constituir un impulso fenomenal a la salud, a la balanza comercial y al desarrollo local.
Es necesario que el Estado se comprometa a favorecer la sustitución del consumo de alimentos hipercalóricos y de producción «escalar», por el consumo de alimentos hipocalóricos de producción próxima.
El caso emblemático es la necesidad de mejorar la provisión de frutas, verduras y hortalizas, que debería pensarse mucho más allá de una actividad de contención social.
Pero es imposible avanzar sin las políticas adecuadas y mientras se crea que «producir alimentos» (sobre todo si no se exportan) es algo primitivo.
Son necesarios más programas de vivienda pública en los entornos periurbanos, mercados transparentes (a lo que no contribuye un IVA desmedido), valoración simbólica de los alimentos locales (debe destacarse positivamente la aparición del sello «Alimentos Argentinos» en ese sentido), legislación laboral adecuada y planes de cambio de hábitos en las escuelas.
El modelo excluyente de «primacía escalar» tiene costos ambientales, sanitarios y culturales explícitos y difíciles de seguir asumiendo.
Eso no implica un regreso a la cultura de mero autoabastecimiento, pero sí un giro a un modelo mixto, que permita de manera razonable «producir cerca», lo que antes se traía de lejos y valorizar lo fresco sobre lo procesado.
Un efecto no deseado de las limitaciones a la exportación de producción con eficiencia escalar, y el subsidio al consumo que de ello se deriva, es el desaliento para la producción de alimentos locales alternativos.
No corresponde que la Argentina evite este debate.
La combinación de variación de nuestra dieta y aprovechamiento de los precios altos de lo que exportamos, sería un escenario sensacional, que requiere para su concreción el marco institucional adecuado.
Sabemos hacer alimentos, tenemos disponibilidad de espacio y tecnología, conocemos la comercialización, etc.
Sólo nos puede impedir aprovechar la oportunidad una mala lectura del fenómeno.
Debemos releer la evolución del mercado de alimentos, impulsar cambios en la dieta, promover la diversidad productiva inclinando el mercado local a nuevos y necesarios consumos de alimentos diversos y buscar un acuerdo sectorial de agregación de valor a la producción de alimentos para exportación.